1º Lugar: CULPA

Carlos Enrique Acevedo Pérez (54 años)

     El mensaje fue claro pero como que me negué a entenderlo. Mis hermanos asumen que mi soltería tiene una vocación de hijo menor consagrado para siempre a su madre, pero no es así. Recuerdo que hasta me reí cuando me dijeron “vives aquí, entonces cuidas a mamá, nosotros corremos con los gastos”. Y con esos tantos billetes, cualquiera se vuelve loco. La dejé dormida y salí a la mejor noche de mi vida. Y la sé la mejor porque ya no me queda vida para otra noche igual. No me animo a decirles que rompí con pasión el distanciamiento social, que mamá murió hace tres días nombrándolos a cada uno de ellos en medio de toses y fiebre.               Prefiero irme con ella que quedarme acá y, avergonzado, asumir mi culpa para siempre delante de ellos. Prefiero que nos encuentren como dormidos, que crean que fue ella quien me contagió y que, como un mártir, no la abandoné hasta el fin de nuestras vidas.

2º Lugar: LA LOCA DE LA ESQUINA

Ingrid del Rosario Córdova Bustos (61 años)

     No era falta de tiempo lo que le impedía levantarse por las mañanas. Sobraban días, horas, minutos desocupados. Al principio, según su rigurosa costumbre de mantener la casa en orden, decidió agruparlos en una estricta clasificación: los días irían sobre la mesa del comedor, las horas en la salita de estar y los minutos en el escritorio, que también servía de biblioteca, porque era mucho más amplio.

     Se entretenía en apilarlos en lotes simétricos que limpiaba con un plumero de suave textura para no estropearlos, pero comenzaron a acumularse con una rapidez inaudita.  Apelando a una paciencia cultivada por años, insistió en la tarea de ordenar, clasificar y limpiar. No obstante su dedicación, todo comenzó a descontrolarse de pronto.

     Así fue como los retazos de tiempo invadieron el espacio asignado y se fueron transformando en una marea que inundaba poco a poco la casa. Ya no había columnas correctamente formadas, sino un desorden de hojas y minuteros quebrados que impedían el paso o terminaban por obstaculizar el cierre de las puertas.

     Aterrada por la invasión frenética, apenas despertaba, decidía volver a taparse con las cobijas y guarecerse en su dormitorio. Por falta de comida y agua solía desvariar, alucinando que daba un salto mortal por encima de tanto cachivache hasta alcanzar la reja de la calle y dirigirse corriendo al parque a tres cuadras de distancia de su hogar.

     Allí se entretenía viendo jugar a los niños y sus perros o a las madres con sus cochecitos, parloteando contentas. Al caer la noche, tirada sobre el pasto húmedo de otoño, dormía plácidamente.

     Cuando los vecinos, adecuadamente protegidos, según ameritaba la circunstancia, decidieron derribar la puerta a martillazos y empujones para saber que ocurría en ese rincón oscuro y maloliente de la ciudad clausurada, encontraron a una pobre mujer, musitando incoherencias mientras insistía en dar cuerda a un reloj destartalado.

3º Lugar: IGNACIO

Francisca Solange Ramírez González (27 años)

     Ver a Ignacio esta mañana en la fila del supermercado me sorprendió bastante. Vivimos en el mismo barrio y nunca, en diez años, nos habíamos encontrado.

     Imaginé entonces, mi corazón como una cajita de madera con compartimentos por dentro, como las cajas donde los terapeutas organizan sus flores de Bach. En ellos guardo los sentimientos que he tenido por todos mis enamorados y para dar vuelta la página, los cierro con una tapita imaginaria. Cada uno tiene su espacio propio: Camilo, Germán, Jesús, Matías, Rodrigo… Algunos tienen un espacio enorme y otros uno pequeño. El espacio de Ignacio quedó entrecerrado. Pude corroborarlo en el momento en que, entre muchos rostros semi cubiertos con antiparras y mascarillas, yo pude distinguir su mirada inconfundible.

     —¿Diez años pasaron? —dije. Sí, y ahora por arte de magia estábamos ahí, frente a frente. Un sonrojado “hola” fue seguido de una emoción inexplicable, pues sentí extrañeza al encontrarnos así, tomando en cuenta la pésima forma en que terminamos. Pero ¿qué esperaba sentir? Éramos tan jóvenes cuando ocurrió, íbamos demasiado rápido y quedé con el corazón dinamitado cuando mi querido Ignacio se fue con esa universitaria. Y yo, siendo estudiante de último año de colegio, lo afronté con la peor borrachera de mi vida, terminando en el hospital.

     —¡Qué alegría verte después de tanto tiempo! Me apena mucho no poder abrazarte —dijo, desde su metro y medio de distancia, ese que a mí se me hacía un kilómetro. Un rizo azabache escapaba de la pañoleta que le cubría el cabello y rozaba sus enormes cejas.

     —No hubo día que no pensara en lo que pasó entre nosotros, nos queríamos mucho y yo te traicioné —perdóname.

     Quise colgarme de su cuello como cuando éramos adolescentes. Se me antojó uno de esos besos de antes, cuando el entorno se desvanecía por completo y solamente quedábamos nosotros dos, jóvenes, eufóricos, felices y asustados.

     Hoy con su rostro medio cubierto pude visualizar esa sonrisa de chico malo que convulsionó tanto mi adolescencia. Si bien esa herida sangró por años, en esta horrible instancia de la vida, entre la incertidumbre y el pánico, sentir rencor sería un lujo, pues en 2020, compartir con las personas importantes es más valioso que cualquier otra cosa en el mundo.

     —¡Míranos! Con 28 años y patas de gallo en los ojos, estamos grandes para guardar rencor — dije sonriendo, aunque tuviera la boca cubierta.

     Soltó una risita tonta.

     Tras una larga y amena conversación, guardó mi número en su celular mientras yo, en aquel semblante de adulto maduro seguía viendo a ese adolescente rebelde que me esperaba afuera del colegio, con un cigarro en la boca, el cabello largo y la chaqueta de cuero colgada al hombro.

     —Después del fin del mundo podríamos salir juntos, pero ¿puedo llamarte esta noche? — preguntó nervioso.

     Asentí.

     Luego de esa despedida distanciada, me fui camino a casa con una sonrisa enorme y pensando que aún, en medio del caos, este encuentro con Ignacio, fue un regalo del destino.